domingo, 3 de enero de 2010



A propósito de perros vagos
Olga Chávez Gutiérrez
Publicado Diario La Discusion


“Flaco, lanudo y sucio. Con febriles/ansias roe y escarba la basura;/a pesar de sus años juveniles,/despide cierto olor a sepultura./Cruza siguiendo interminables viajes/los paseos, las plazas y las ferias;/cruza como una sombra los parajes,/
recitando un poema de miserias./Es una larga historia de perezas,/días sin pan y noches sin guarida./Hay
aglomeraciones de tristezas/en sus ojos vidriosos y sin vida./Y otra visión al pobre no se ofrece/que la que suelen ver sus ojos zarcos;/(El perro vagabundo de Carlos Pezoa Veliz)”.Los versos precedentes son propicios para ilustrar una anécdota que nos correspondió vivir hace unos días en el centro de nuestra ciudad. Es el caso que, caminando por el paseo peatonal de mi ciudad, mientras contestaba presurosa un llamado de mi celular, no reparé donde colocaba mi pie. Con sorpresa sentí bajo mi planta una masa blanda. ¡Rayos! Exclamé. ¿Que es lo que pisé?.- Me pasé la película más segura. Había pisado una gran masa de excremento, de esas que abundan en el sector por la presencia de los numerosos habitantes caninos que han hecho del sector su hábitat preferido. En fracción de segundos recordé la reunión en el Gran Hotel a la que había sido convocada por una importante autoridad educacional, y a la que llegaría atrasada, para colmo, con mi calzado impregnado de esa masa gelatinosa que difícilmente podría extraer en la vía pública, y a mayor complicación, con el agravante de tener que usar mis manos en la acción, que por cierto, también resultarían imposibles de estrechar. Mientras mi mente ideó simultáneamente más de una estrategia para salir del paso, entre las que se contaba por cierto no asistir a la cita, o dejar los zapatos botados en el paseo y llegar atrasada pero descalza, o ponerme a llorar de impotencia porque mi traje blanco recién estrenado también había sufrido los efectos de ese paso mal dado. Con la vergüenza de saberme observada por los transeúntes que a esa hora del día son abundantes, decidí mirar al piso para ver qué tan grande era el pastelito en el que había pisado. Mayúscula fue mi sorpresa y mayor aún mi segunda exclamación al dirigir la vista al piso ¡mierda, un perro! Había pisado la mano de un gran perro que dormía plácidamente y disfrutaba del sol del medio día. Otro bochorno, desde lo más profundo de mi alma, el grito se me escapó de tal manera que definitivamente quise que la tierra se abriera y me tragara. Pero esos ojos tristes que me miraron compasivamente, me devolvieron la compostura. Luego de mi reacción histérica causada por el impacto de tener mi pie haciendo presión sobre parte de la anatomía de ese tremendo animal, afortunadamente recobré la sangre fría. Todo sucedió en fracción de segundos. Cualquier cosa pudo suceder y habría sido mi responsabilidad. Yo fui la imprudente que contestó una llamada mientras transitaba y descuidé la presencia de otros en mi camino. Incomprensiblemente el animal no me atacó, lo que hubiese sido una respuesta lógica. Recibí una tremenda lección. El perro sin moverse, levantó su cabeza, me miró con indulgencia y en su mirada de perro hambriento, abandonado y triste, sin casa y sin amo, me pareció leer una exclamación de perdón ¡ no te preocupes, soy solo un perro vago!

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